(...)Unos momentos después suenan unos martillazos terribles. En un remolino instantáneo de recuerdos desfilarían ante la Virgen las escenas de Belén y de Nazaret, cuando las manecitas de su Niño le acariciaban con perfume de azucenas o le traían virutas para encender el fuego... Pero todo aquello quedaba muy lejos. Ahora tenía ante sí la realidad brutal de los pecados de los hombres horadando aquellas sacratísimas manos, pródigas en repartir beneficios.
Unos
momentos más, y la cruz —su Hijo hecho cruz— era levantada entre el
cielo y la tierra. En medio del clamor confuso de la multitud, María
escucharía el respirar fatigoso y jadeante de su Hijo, puesto en el
mayor de los suplicios. ¡Ella que había recogido su primer aliento en el
pesebre de Belén y había arrimado tantas veces su virginal rostro al
corazón de su Niño Jesús, palpitante de vida!
Las
tres horas que siguieron, mientras Jesús derramaba gota a gota por la
salud del mundo la sangre que un día recibiera de María, fueron las más
sagradas de la historia del mundo. Y, si hasta las piedras se abrieron
—como señala el Evangelio— ante el dolor del Hijo y de la Madre, ¿cómo
podremos nosotros, los causantes de aquella "divina catástrofe" (como
dice la liturgia), permanecer indiferentes en la contemplación de este
divino espectáculo? Eia, Mater, fons amoris, me sentire vim doloris
faic, ut tecum lugeam. (¡Ea! Madre, fuente de amor, hazme sentir la
fuerza de tu dolor, para que llore contigo). Así exclama el autor del
Stabat Mater. Y es que se necesita que la gracia sobrenatural aúpe y
levante el corazón humano para que pueda siquiera rastrear la intensidad
de los sufrimientos de Cristo y de su Madre.
El
texto sagrado nos habla de las siete palabras de Jesús en la cruz, de
su sed, de las burlas de que fue objeto, de las tinieblas que cubrieron
la tierra...
No
es difícil sospechar cuáles serían las reacciones del alma de la Virgen
ante lo que estaba ocurriendo en el Calvario. Sin duda que poco a poco
se fue abriendo camino entre la multitud y logró situarse por fin al pie
de la cruz. ¿Quién de aquellos sanguinarios judíos se habría atrevido a
encararse con la Madre Dolorosa? A su paso, los más empedernidos
perseguidores de Jesús sentirían que la fibra del amor maternal —que
jamás desaparece aun en los hombres más degradados— vibraba con un
sentimiento de compasión: "Es la madre del ajusticiado —dirían—; ella no
tiene la culpa. ¡Hacedle paso!
Y
la Virgen se fue acercando a su Hijo. Pero no era el de otras veces, el
niño gracioso de Belén, el joven gallardo de Nazaret, el taumaturgo
prodigioso de Cafarnaúm... ¡Era un guiñapo! (¿será irreverencia traducir
así las palabras proféticas de Isaías, en las que dice que Jesús seria
un gusano y no un hombre, que no tendría sino fealdad y aspecto
repugnante?) Y le miraría intensamente, como identificándose con El,
quedándose colgada con El de la cruz.
¿Advirtió
Jesús la presencia de su Madre? Lo afirma expresamente el Evangelio:
"Como viese Jesús a su Madre..." (lo. 19, 25). Como dice el padre
Alameda, "había tres crucificados y tres cruces, no muy lejanas unas de
otras, puesto que podían hablarse y comunicarse las víctimas. María,
según nos dice San Juan, se situó junto a la cruz de Jesús, iuxta crucem
Iesu, lo que significa "a corta distancia de ella", tal vez tocando con
la misma cruz. Y si se tiene en cuenta que, según costumbre, los
maderos eran bajos, de modo que los pies del crucificado tocaban casi en
el suelo, la vecindad era mayor, y María tomaba las apariencias de
madre desolada que asiste a la cabecera del hijo agonizante. La
expresión cum vidisset, habiendo visto, parece insinuar como si,
agobiado por el dolor y la fiebre que le causaban las heridas, nuestro
adorable Salvador hubiese tenido, en algunos momentos por lo menos,
cerrados los ojos. Pudo también suceder que en medio de tanta
aglomeración no hubiese advertido la presencia de aquellos seres
queridos. Ellos, por otra parte, aunque deseosos de que Jesús reparase
que allí estaban, no es creíble le hablasen. Ni el angustioso estado de
su alma, ni la asistencia de los soldados curiosos convidaban a ello".
Jesús,
pues, como anota San Juan, habiendo visto a su Madre y al discípulo
amado, exclamó: "Madre, ahí tienes a tu hijo". Y en seguida,
dirigiéndose al discípulo: "Ahí tienes a tu Madre" (lo. 19, 26). Fueron
las únicas palabras que, según narra el Evangelio, dirigió Jesús a María
en su agonía. Estas palabras, en su sentido literal, se refieren sin
duda a San Juan, a quien encomienda a su Madre, que iba a quedar sola en
el mundo. Pero, en el sentido que los exegetas llaman supraliteral y
plenior (más completo), significaban que Juan, es decir, el género
humano, a quien el apóstol representaba en aquellos momentos, pasaba a
ser hijo de la Santísima Virgen. Esta es la interpretación que dan los
Santos Padres y escritores eclesiásticos y que la Iglesia siempre ha
aceptado.
¿Quién
no se sentirá conmovido ante el precioso legado de Jesús y ante esta
espiritual maternidad de la Virgen extendida, por gracia de la
redención, a todos los hombres?
"Mujer
--exclama San Bernardo en el oficio de hoy—, he aquí a tu hijo". ¡Qué
trueque tan desigual! Se te entrega a Juan por Jesús, un siervo en lugar
del Señor, un discípulo en lugar del Maestro, el hijo del Zebedeo por
el Hijo de Dios, un mero hombre en lugar del Dios verdadero". Somos, en
realidad, nosotros, los verdugos de Jesús, los que fuimos dados a María
como hijos. ¿Cómo no trataremos de asemejarnos a Jesús para agradecerle
esta magnífica filiación con la que nos regala?
Pero
la tragedia del Gólgota se iba aproximando hacia su acto final. Jesús
era ya casi un cadáver, Sus ojos estaban mortecinos; sus labios,
resecos; su rostro, lívido y cetrino; y todo su cuerpo, rígido como el
de un moribundo. María contemplaba a su Hijo en los últimos estertores
de su agonía. Nada podía hacer frente a aquel estado de cosas al cual
había conducido el amor de Jesús hacia los hombres,
¿Para
qué hacer comentarios sobre el dolor de la Virgen en estos supremos
momentos de la Pasión? ¿No es mejor que el corazón intuya y que se
derrita en lágrimas de devoción?
Jesús
—dice el Evangelio— dando una gran voz, exclamó: "Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu". E inclinando su cabeza expiro".
María,
que había dado el "sí" a la encarnación, que al pie de la cruz aceptó
el ser nuestra Corredentora, se unió a la entrega de su Hijo y le
ofreció al Padre como la única Hostia propiciatoria por nuestros
pecados.
Dejamos
a la iniciativa piadosa del lector contemplar a la Virgen con el
cadáver de su Hijo en los brazos, como la primera Dolorosa, mucho más
bella y expresiva en su casi infinito dolor que todas las tallas que
adornan nuestras procesiones de Semana Santa. Pero, ¿por qué no cotejar
esta imagen tremenda de la Virgen con el cadáver de su Hijo en los
brazos —mucho más bella que cualquier Pietá de Míquel Angel— con aquella
otra, tan dulce, de la Virgen —una doncellita— con su hermosísimo Niño
apretado junto a su corazón? Sólo así podremos darnos cuenta de la
horrible transmutación que en el mundo causan nuestros pecados.
Finalmente,
la Virgen presidió el sepelio de Jesús. Una blanca sábana envolvía
aquel cadáver que Ella había cubierto de besos y de lágrimas. Pronto la
pesada losa del sepulcro se interpuso entre Madre e Hijo. Y Ia Madre se
sintió sola, con una soledad terrible, comparable a la que momentos
antes había sentido Jesús al exclamar en la cruz: "Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?".
Es
cierto que la Virgen creía firmísimamente en la resurrección de su
Hijo; pero esta creencia, como observa San Bernardo, en nada se opone a
los sufrimientos agudísimos ante la pasión de su Hijo; lo mismo que Éste
pudo sufrir y sufrió, aun sabiendo que había de resucitar.
Que
la Virgen Dolorosa nos infunda horror al pecado y marque nuestras almas
con el imborrable sello del amor. El Amor, he ahí el secreto de la
íntima tragedia que acabamos de contemplar.
Porque
todo tiene su origen en aquello, que tan profundamente se grabó a San
Juan, espectador excepcional de todo este drama: "De tal manera amó Dios
al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito" (lo. 3, 16).
FAUSTINO MARTÍNEZ GOÑI.
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