martes, 25 de junio de 2013

Signos y Síntomas de la Tibieza


Fuente: www.es.catholic.net

Veamos los síntomas y signos de la tibieza para no dejarlos crecer:

1) El desaliento.
La tibieza no se da de un día para otro; en forma paulatina se apodera de la voluntad hasta hacerla caer en un estado de terrible indiferencia. Ordinariamente antes de caer en la tibieza se cae en el desaliento.
El desaliento es el enemigo más terrible después del pecado mortal. Es señal clara de desaliento el consentir en la idea de que la santidad no está hecha para nosotros. Desisten de la lucha los cobardes y perezosos, los que se han buscado en los principios de su conversión creyendo que buscaban a Jesucristo. Estas almas cuando recuerdan su conversión, el entusiasmo con que trabajaban para corregir sus defectos, los primeros años de lucha para adquirir las virtudes y ven que no han realizado el programa trazado, creen estar derrotadas y encontrarse con las manos vacías... se auto-convencen de que no han nacido para santos.

2) La relajación de espíritu.
El espíritu se relaja y todo le da igual; antes le ilusionaban muchas cosas, y ahora ya no. Pierde valor todo cuanto se apreció anteriormente. La persona recibe una influencia continua de conductas inspiradas en modelos mundanos, ideas novedosas que invitan a tomar actitudes y comportamientos alejados del ideal cristiano. El joven y el adulto vanidosos y hambrientos de notoriedad, se convierten, especialmente, en presas fáciles de este letargo o conformismo, llevándolos, tarde o temprano, a la tibieza.
El conformismo se produce cuando, al margen de las exigencias de la propia identidad cristiana, el individuo se conforma con valores, actitudes y comportamientos del mundo y del medio ambiente. Entre las posibles clases de conformismo podemos distinguir el conformismo de las costumbres y el de las ideas.
Ante los valores espirituales, sobretodo ante un valor fundamental como la oración, se pierde el interés. Se convierte en algo aburrido, pesado, en una pérdida de tiempo. Se la pospone para dar prioridad a otras actividades presentadas como más atractivas.

3) La necesidad de satisfacciones inferiores.
Cuanto acostumbraba a hacer como cristiana o como religiosa, le aburre, le cansa. Siente un gran disgusto al hacer las cosas que anteriormente le llenaban de satisfacción: la oración, el apostolado, las buenas obras, el cumplimiento de los deberes del propio estado; de repente le empiezan a llamar mucho más la atención las amistades frívolas, la diversión, la televisión, la práctica exagerada de un determinado deporte.... Empieza a claudicar y cambia sus valores por otros menos valiosos.

4) Una visión práctica, utilitaria y activista de la vida.
Se pierde el sentido de la generosidad y se afronta la vida con una visión utilitaria y práctica: sólo vale lo que reporta ganancia, comodidad, placer o satisfacción.
A veces el activismo puede aparecer como un síntoma de tibieza espiritual; un activismo motivado mucho más por la vanidad, por el deseo de sobresalir, que por una verdadera pureza de intención.
Cuando la persona consagrada no vive por convicción interna si no por miedo a defraudar la imagen proyectada por otros en ella; cuando se hace los deberes ya sea dentro de la comunidad, o en el apostolado sólo por ganarse la estima de alguien, o para no ser menos que otro, o por la pura vanidad de hacer las cosas bien; cuando el valor y la convicción personal son deficientes y se quebranta fácilmente ante la presencia de los demás, la persona actúa por respeto humano, por el qué dirán.
El respeto humano es una guillotina de santos... Es tan sutil este vicio, que se mete en nuestras obras en cada momento, nos hace buscar el aplauso de los hombres, nos hace trabajar buscando la complacencia de nuestros directores o compañeros y a veces de una persona cualquiera que ni siquiera nos interesa... este respeto humano nos hace obrar por un «qué dirán», por una complacencia pasajera, arrebatando la verdadera santidad, que consiste en el amor auténtico a Jesucristo. Conocida la astucia envenenada y criminal de este vicio, ¡cómo sentimos su repugnancia y cómo debemos decidirnos a encaminar siempre en la sinceridad y en la rectitud nuestra vida ordinaria!... El respeto humano es además un asesino de la virtud. Cuántas obras buenas, cuántos ejemplos de virtud, cuántas acciones apostólicas se han dejado de hacer en el mundo por el maldito respeto humano. Este vicio roba la virtud, la traiciona, la asesina; si no se le combate con energía y valor conduce infaliblemente a la cobardía en la virtud.

5) El horror al sacrificio.
En las vidas tibias automáticamente queda fuera el espíritu de sacrificio. Cuanto implique sacrificio, renuncia, esfuerzo, lucha, queda descartado.

6) Se acepta el pecado venial deliberado.
El alma tibia acepta el pecado venial con toda tranquilidad; conoce su maldad, pero como no llega a ser pecado mortal, vive con una paz aparente, considerándose buen cristiana, buena religiosa, sin darse cuenta de la peligrosidad de tal conducta: el pecado venial deliberado puede ser para él, el detonante de pecados mortales graves.
De ahí (de la tibieza) nacen muchos pecados veniales deliberados, de los que apenas nos dolemos, porque poco a poco se van extinguiendo la luz del juicio y la delicadeza de la conciencia; vívese realmente en habitual disipación y se hacen muy a la ligera los exámenes de conciencia. Con eso va amortiguándose el horror al pecado mortal, van siendo más raras las gracias divinas, y aprovéchase menos de ellas el alma.
Ya comentamos cómo no se puede caer en la tibieza de un día para otro. La tibieza empieza con una cierta relajación. No se deja la oración en un solo instante, primero se empieza por acortar el tiempo dedicado a ella, luego, la atención al hacerla, la preparación, la pureza de intención, etc. En esto radica el problema principal de la tibieza: se vive con una tranquilidad aparente, no se hace nada para salir de ella. La tibieza se convierte así en un proceso en donde la conciencia se va apagando poco a poco hasta llegar al punto donde ya no reclama, donde todo lo justifica, donde ya sólo se ve la propia conveniencia.







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