¿Existen
relaciones entre el sacramento de la penitencia y la fe? Podemos encontrar
ayuda para la respuesta si vemos un momento qué pasa cuando alguien se
confiesa.
Lo primero que ocurre en cada confesión es que una persona reconoce que ha
pecado. La idea de pecado sólo se entiende, en su sentido auténtico, si
descubrimos que tenemos una relación profunda con Dios. Nuestra vida y
nuestros actos le interesan, también cuando se trata de algo tan sencillo e
íntimo como el pensar o el desear algo.
Sólo en relación con Dios existe la noción de pecado, que podemos definir
como un acto que ofende a nuestro Creador, que hiere el corazón del Padre
de los cielos, y que también, de modos no siempre visibles, daña las
relaciones con nuestros hermanos y con la Iglesia.
Una segunda dimensión que se da en las confesiones consiste en recordar que
Dios tiene un deseo muy grande de perdonarnos, de limpiar todo pecado. La
fe nos enseña que Dios no desea la muerte del pecador, sino que se
convierta y que viva (cf. Ez 18,23; 33,11). Busca a la oveja perdida, hace
todo lo posible por rescatar al hijo descarriado, tiende la mano a quien
está caído, como leemos en el Evangelio.
Luego, llega el momento del siguiente paso en la fe: no me limito a pensar
que Dios puede y quiere perdonar mis pecados, sino que descubro cómo ilumina
mi conciencia para denunciarlos, mueve mi corazón para rechazarlos, y
refuerza mi voluntad para acudir al sacramento del perdón.
La fe nos lleva, además, a buscar el perdón en la Iglesia, que ha recibido
del Señor el poder de atar y de desatar (cf. Mt 16,19; Jn 20,23). Cada vez
que acudimos a un sacerdote, a un elegido y consagrado para servir el altar
y para hacer presente la misericordia en nuestro tiempo, reconocemos y
confesamos nuestra fe en la acción salvadora de Cristo, vivo y cercano en
quienes han sido elegidos como ministros del perdón.
La confesión, por lo mismo, es un auténtico milagro de fe. Dios nos
ilumina, nos acompaña, nos da fuerzas, nos permite reconocer lo que está
mal, nos abre a la esperanza. Luego, desde la fe recibida, acudimos a
acoger, celebrar y vivir profundamente el milagro de la misericordia. Desde
ella cualquier pecador, tocado por la gracia, puede empezar el camino
maravilloso de la conversión, puede incluso llegar a ser santo.
Entonces, en los cielos, inicia una fiesta inmensa. Un hijo ha regresado a
casa. El Padre lo acoge y lo abraza gracias a la obediencia llena de Amor
de su Hijo muy amado.
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