El camino hacia el pecado y la muerte es el camino de la soberbia. El
camino hacia la gracia y la vida es el camino de la humildad.
El pecado surge de la soberbia, de ese deseo de afirmación egoísta, de esa
prepotencia, que lleva al hombre a sentirse superior, a buscar los primeros
puestos, a despreciar a los débiles, a pisotear a los pobres, a marginar a
los enfermos y ancianos.
La soberbia construye, según una fórmula usada por san Agustín, la ciudad
del mal, simbolizada con el nombre de “Babilonia”. Allí reina el odio, la
envidia, la mentira, la maldad. Allí la justicia es pisoteada, el deseo de
poseer y de gozar dirigen los pasos de los “ciudadanos” que se auto declaran
libres y que viven en una profunda esclavitud bajo sus pasiones más
egoístas.
Si el pecado propio del demonio es la soberbia y la envidia, la virtud
propia del cristiano es la humildad y la grandeza de alma, porque la
humildad es el mejor antídoto contra la soberbia.
La humildad nos hace reconocernos creaturas, necesitadas de Dios, amadas
por Dios, destinadas a aceptar una vida hecha servicio, docilidad, entrega,
donación, perdón y mansedumbre.
Cristo mismo escogió el camino de la humildad. Nació de una Virgen humilde
y obediente. Vivió sencillamente, en un poblado pobre de Galilea. Acogió en
todo la Voluntad de su Padre y supo obedecer por amor y para amar.
El cristiano está llamado a revestirse de Cristo, a hacer suya esa humildad
que tanto agrada a Dios. San Pablo, por eso, pedía: “Revestíos, pues, como
elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad,
humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos
mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó,
perdonaos también vosotros” (Col 3,12-13).
La humildad construye, recordamos de nuevo a san Agustín, la ciudad de
Dios, la Jerusalén celestial. Allí reina el espíritu de servicio, la
mansedumbre, la obediencia, el perdón, la acogida, la entrega. Cada uno
piensa más en los intereses de los demás que en los suyos. Las riquezas no
son el centro del deseo, sino la condivisión y la beneficencia. El anciano,
el pobre, el enfermo, el marginado, reciben el cariño de los ciudadanos del
cielo, se sienten amados, respetados, servidos.
El mundo necesita un baño de humildad. Así podremos acoger la bendición de
Dios, su Amor infinito, su sueño por reencontrar al hombre e invitarlo al
banquete de los cielos. Así podremos vivir como Cristo, manso y humilde,
servidor de sus hermanos por amor, dócil Cordero dado en sacrificio para
salvarnos del pecado y acogernos eternamente junto a su Padre amado.
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