La
fiesta de todos los santos nos recuerda la multitud de los que han
conseguido de un modo definitivo la santidad, y viven eternamente con Dios
en cielo, con un amor que sacia sin saciar. Es también la fiesta de todos
os que estamos llamados a unirnos a los que forman la Iglesia triunfante:
nos anima a desear esa felicidad eterna, que solo en Dios podemos
encontrar. Vivimos en esperanza, somos varones de deseos (como el profeta
Daniel), de que Dios saciará todo el afán de felicidad que anida en nuestro
corazón, como decía San Agustín: “nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. San Pablo dice que nadie
puede imaginar las maravillas que Dios nos tiene reservadas. Saciarán sin
saciar, y este pensamiento de plenitud nos ha de ayudar a llevar la cruz de
cada día sin caer en conformarnos con premios de consolación, con pequeñas
compensaciones efímeras, que a la hora de la verdad son engaños, cartones
repintados que defraudan las ansias de cosas grandes de nuestro corazón.
San Juan Apóstol, que en sus años mozos siguió al Señor, nos dice ya en su
madurez que vale la pena: “El que existía desde el principio, lo que hemos
visto con nuestros ojos, lo que contemplaron y palparon nuestras manos...
lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros para que
también vosotros estéis en comunión con nosotros. Nosotros estamos en
comunión con el Padre y con su hijo Jesucristo. Esto os lo escribimos para
que vuestra alegría sea completa” (1 Juan, 1). Estamos llamados a
pertenecer a la familia de Cristo, desde toda la eternidad hemos sido
pensados, amados, para este fin, y para ello hemos sido creados:
predestinados como hijos queridísimos, por puro amor (como comienza
diciendo la carta a los Efesios. Esta gratuidad de la llamada a la amistad
con Dios está desarrollado en muchos otros lugares como 1Tes. 4,3).
"La meta que os propongo -mejor, la que nos señala Dios a todos- no es
un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos
concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que ha
encontrado a Jesús que pasa ‘quasi in occulto’ por las encrucijadas
aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con
amor a la cruz de cada día. En esta época de desmoronamiento general, de cesiones
y desánimos, o de libertinaje y de anarquía, me parece todavía más actual
aquella sencilla y profunda convicción...: estas crisis mundiales son
crisis de santos” (san J. Escrivá).
Para ello tenemos los medios de siempre, que hay que adaptar a las circunstancias
de cada vida: oración y sacramentos, que son medios y no fines, el fin es
al que se va avanzando como el que va hacia una luz, paso a paso: con la
gracia de Dios, y la lucha alegre, vamos hacia Jesús, a corresponder a su
amor con nuestra correspondencia que se manifiesta en la sensibilidad para
hacer la voluntad de Dios. Con estos medios tenemos experiencia de Dios,
como la tuvo Moisés en el Monte Sinaí ante la zarza ardiendo sin
consumirse, cuando se le manifestó el Señor diciéndole: “descálzate porque
este lugar es santo”, y cuando bajó del monte, cuando su faz reflejaba la
luz divina. Es también la experiencia de San Pablo camino de Damasco: ciego
ante la luz, para penetrar en la luz interior. Eso es la santidad: sentir a
Dios en nosotros, sentirse mirados por Dios que tira de nosotros con
suavidad y fuerza hacia arriba, si le tomamos la mano que nos ofrece para
que allá donde está Él también vayamos nosotros. Esa determinación de
seguir a Cristo se va desplegando en una serie de virtudes que al procurar
vivir con alegría y constancia, se va haciendo heroísmo.
Ha dicho Jesús: “Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42): la santidad
personal. Este es el secreto de la alegría, la buena nueva para el mundo,
la siembra de paz que necesita la sociedad. La gran solución para todo, es
la santidad: ese encuentro personal con Dios, que ponemos –ante el
ofrecimiento de su gracia- buena voluntad, es decir correspondencia: lucha,
esfuerzo personal por ser mejores y hacer el bien, pues la fe, si no va
unida a las obras, está muerta.
En esta vocación que es la vida, escucha y correspondencia, diálogo abierto
del hombre con Dios, parece que lo más importante es lo que hacemos
nosotros sin embargo luego vemos que en realidad lo fundamental es lo que
hace Dios, de ahí la vida como “dejar hacer” a Dios, como ofrenda
agradecida, de acción de gracias. Decía P. Urbano que “un santo es un
avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí... un
débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza… un hombre que
todo lo toma de Dios: un ladrón que le roba a Dios hasta el Amor con que
poder amarle... El quid de la santidad es una cuestión de confianza: lo que
el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto el ‘yo
hago’, como el ‘hágase en mí’... El santo ni ama, ni cree, ni espera a
solas: él siempre cuenta con el Otro. Por eso el santo confía... uno de
esos que se fía de Dios. Pero hay que decir que, antes, Dios se ha fiado de
él”. Y la meta es inabarcable, siempre en construcción: “¿La cima? Para un
alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre
nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios”.
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